Me quedé con su sonrisa de cal y esa pizca de luz que me hizo soñar de nuevo

El corazón tiene cuerdas que es mejor no hacer sonar. Charles Dickens.

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lunes, 29 de julio de 2013

Página 71. Cambios

Salí rápida de detrás de la puerta, cuando le vi tirado en el suelo mirándose el costado, mirando como en dos segundos toda su camiseta se había ennegrecido, al igual que mis ojos cuando lo vi de esa manera. Corrí para ver que le había pasado, me agaché pero sus manos me retiraron en un suave empujón que me desequilibró y me tiró al suelo, a medio metro de él.
-Apártate, no necesito tu compasión, ni siquiera tu ayuda. No me pasa nada – me gritó las palabras, con unos ojos enfurecidos, que me miraban intensamente. Intentó levantarse pero las fuerzas le fallaron y volvió a caer, ignorando sus gritos me incorporé para ayudarle, pero recibí de nuevo su voz oscura - ¡No entiendes nada! Te he dicho que me dejes ¡joder! - para cuando encontré las palabras para contestarle, sus ojos ya se habían cerrado, Noam se había desmayado justo a mis pies.
-Llamad a alguien y que se lo lleven a la enfermería. - La orden de mi padre sonó en mi cabeza como si hubieran martilleado. En unos segundos se llevaron a Noam que aún permanecía inconsciente con la camiseta totalmente empapada de sangre y con los labios muy morados. Mientras tanto yo me comenzaba a marear. Su risa inundó mi cabeza. - jajaja Alexandra, te mareas con la sangre ¿sabes que vas a tener que matar a personas? Que irónico, te mirarán, te suplicarán y te matarán si no lo haces tú antes – me fui levantando poco a poco, resistiendo a la necesidad de mi cuerpo de caerme en redondo y no volverme a despertar. A su vez mi padre se acercaba a mí.
-¿Te divierte la idea de que tu hija vaya a matar a personas?
-¡Anda! Ya has admitido que vas a matar a personas, vas avanzando Alexandra tal y como yo esperaba de ti.
-¿Qué esperas exactamente papa? No soy tu muñequita, no soy tu sucio sicario.
-¡Oh, Alex! Por supuesto que lo eres, vas a matar, vas a torturar y vas a ver morir a decenas de personas ante tus ojos, y ¿sabes lo que vas a hacer al respecto? Nada. Nada porque tendré en mis manos a tu madre y le cortaré el cuello si intentas salvar a alguno de ellos ¿entiendes?- me susurraba al oído, y me ponía la carne de gallina.
-¿Sabes papa? No te tengo miedo.- le dije, con una voz firme, aunque me temblase el corazón, mientras me giraba para ponerme cara a cara con él – y ¿sabes otra cosa? No me da asco la sangre. - le susurré con la misma voz espantosa y ennegrecida que él me había puesto, mientras le clavaba el cuchillo que Noam había dejado allí mismo, mientras le clavaba mi orgullo en su interior. Mirándole a los ojos, le saqué el cuchillo y se lo tiré a los pies mientras él caía de rodillas, mientras todos los allí presentes se quedaban sin palabras y yo me iba adentrando en la masía, sin mirar atrás.
Entré en mi habitación y esperé el tornado que me amenazaba. Le esperé con los brazos abiertos, no iba a volver a obedecer, porque no iban a matar a nadie más, yo no iba a matar a nadie. Allí sentada comencé a recordar las innumerables líneas del libro que esa noche me había bebido y del cual había arrancado algunas páginas que me habían parecido importantes.
Me costaron 10 minutos para que Tara acompañada de dos hombres y de una sonrisa de satisfacción, saltasen a mi habitación y me agarrasen como si de un monstruo se tratase.
-Esta vez no hay vuelta atrás en lo que has hecho Alexandra.
-No, no la hay Tara.
Me agarraron de los brazos, me tiraron con fuerza, me pegaron y se ensañaron conmigo, pero yo no mostré resistencia. Les dejé hacer conmigo lo que quisieron, le dejé a Tara que me arañase la cara hasta ver en sus manos correr las gotas de sangre, pero no hablé, ni chillé. Esperé a que ese tornado descansase y se fuera de mi vista. Esperé a que ese tornado dejase pasar a la calma, que llegó con el señor mayor, que pasó a mi habitación con una mirada impenetrable.
-Alexandra Alexandra, toda la confianza que puse en ti... ¿Para qué? Yo de veras creí que estabas de nuestra parte y me ha dolido Alexandra.
-Nunca, en la vida, estaré de vuestra parte – le grité desde el suelo.
-Entonces creo que tu madre se va a alegrar de ver...
-¡No! No se va alegrar de nada ¿sabes por qué? - me puse en pie dejando un charco de sangre a mi lado, me puse a la altura de sus ojos- porque como la toques no vas a conseguir nada de mí, ¿entiendes? Nada, y luego te arrancaré extremidad por extremidad, hasta que me supliques que pare.
Tras esto un fuerte golpe, que me dejó justo donde empecé, tirada en el suelo de una habitación a la merced de mis enemigos, a la merced de mi padre.
El sol había empezado a cerrar los ojos, mientras el frío volvía a calarme los huesos, el rocío volvía a empapar las paredes oscuras que me rodeaban. Los llantos de aquel niño abrían de nuevo un nudo en mi interior y mis brazos solo alcanzaban a abrazar mis rodillas que temblaban del frío  otra vez despertaban los gritos en aquel pasillo infernoso que cruzaba las miradas de decenas de ojos llorosos y temerosos de ver por último a esa persona, de ver pasar el último escondrijo de su vida. El tiempo había parado justo allí, sin un minuto más ni un minuto menos, mi tiempo aún seguía congelado en sus ojos, en cómo se cerraban de golpe sin pararse a despedirse de mí. Rendida. Asustada. Cansada. De nuevo volvían a resurgir los latigazos, de nuevo volvían a preguntarme donde estaban y de nuevo volvía a decirles que no, que no iba a hablar, que me tendrían que matar para sacar algo de mí. Tras mi último encuentro con mi padre, se habían empeñado en sonsacarme que era aquello que necesitaban para lograr el poder, querían la espada de la que me había hablado Nico, querían saber dónde se escondían  ignorantes de mi propia ignorancia. Y es que después de tantos días sola, entre cuatro silenciosas paredes y apenas un claro de luz, había sellado mi boca con lágrimas y había jurado a aquel trozo de luna que alcanzaba a ver no decir nunca donde estaba, donde estaba ella, donde estaba la que podía librar cualquier batalla, donde estaba esa espada. Volvieron a pegarme, pero ya no sentía dolor, solo cerraba los ojos y esperaba a que terminara todo, para volver a mi celda, para volver a odiar cada uno de los centímetros de aquella persona, aquel mentiroso que me había dejado allí, sin importarle nada, sin importarle su propia hija.
Me tendí en el suelo y volví a rehusar aquel plato de comida, que le negaban a todos aquellos que me rodeaban, ellos que sabían quién yo era y que no comprendían porque me hacía todo esto, volví a esperar un día más, ya iban 3, infinitos minutos. Como cada noche justo a las 12, venía uno de los suyos para llevarme a una celda alejada, más sola, para volver a intentar que hablase, esta vez iba encapuchado, me dirigí a la celda, en la que no había barrotes absurdos ni si quiera una inútil ventana, tan solo cuatro paredes, una silla y una puerta. Claustrofobia. Respiración veloz. Pulmones sin llenar. Olor a sangre.


Me senté como cada día y el encapuchado cerró la puerta con un suave toque. Tras esto se deshizo de la capucha, dejándome verlo. Esta vez no había una sonrisa maliciosa, no habían manos vengativas, no había sangre ni tampoco habían cuchillos. Que irónico. Esta vez tan solo habían dos grandes ojos verdes.

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